Comencé a leer a Bolaño póstumamente (su posteridad, claro). Durante décadas, nadie me avisó de su escritura, de forma que cuando se publicó su novela postrera 2666 – para el beneficio programado de sus hijos, ya herederos, lo que conmovió- , ya me llegó el escritor con su aparato de fama, con su leyenda. Dio igual, porque 2666 es un trueno, un fogonazo y en sus páginas me perdí como sujeto virgen, sin desbastar o matizar por la crítica (toda, hay que decirlo, asombrada). Por pudor, quizás por encapsular una experiencia mítica, nunca le volví a leer, ni siquiera la famosa Los Detectives Salvajes, que compré y ahí está en el mostrador, esperando su momento -. Como si quisiera negarle a todo el mundo, incluido el autor, la posibilidad de desmerecer siquiera un poco la estima y placer infinito que me había proporcionado 2666.
Ahora no estoy en un momento vital de pudores, sino de agarrar lo que quiero intensamente, de forma que compré y leí Estrella Distante. Ahí está Roberto Bolaño, no sé si en plenitud de facultades, pero poderoso, sugerente, con un manejo de recursos narrativos tan desenvuelto que parece natural, y quizás lo sea. Se anuncian ya temas que desarrollará durante sus novelas posteriores, más o menos: la naturaleza esquiva e indescifrable del Mal, que es azaroso (lo expresa así un personaje) más que banal: está en este sentido más del lado de Cormac MacCarthy que de Hannah Arendt. De hecho, el personaje principal (si se puede decir así), Alberto Ruiz-Tagle, tiene el mismo aire enigmático y atroz que el juez Holden, la sombra que recorre los Meridianos de Sangre; también está, como tema, el segundo fulgor del nazismo en Latinoamérica, que en el caso del Chile de Pinochet es obvio. Por ponerle un pero, en esta novela quizás abusa del recurso de contar las historias de los personajes a través de indagaciones improbables de peripecias vitales a ratos fantásticas, jugando con lo impreciso calculadamente. Esto lo refinará en 2666, y por refinar quiero decir que lo hará desaparecer. Roberto está siempre sobrado.
Para el lector europeo, incluso si se trata de un español (un media sangre en este punto), el desembarco de la precisa maquinaria lógica que define nuestra cultura, incluido su delirio y culminación (lo siento, es así) nazi, es una experiencia asombrosa observar el desove de ese estilete hierático, puntual y metálico que son nuestras formas específicas de maldad en el feraz y vasto caudal de Latinoamérica, tan plural y caótico que, lo mismo sirve como contraste a esa precisión que, justamente, permite a ese mal esconderse, camuflarse sin perder su naturaleza. Y, peor, es imposible de rastrear.
Así, Alberto Ruiz-Tagle es en realidad Carlos Wieder, y la reflexión etimológica de Bolaño sobre el origen del apellido germánico no deja dudas: ese mal se perpetúa. Está aquí.
Todo esto está en Estrella Distante, pero no diría que es la materia de la novela, pues ésta es el puro relato, saber contar historias. Con Roberto sólo importa leer, y en eso el lector ha de saber dejarse llevar por el mejor. No hace falta pensar.
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