“El adversario” pertenece al género inaugurado por Truman Capote en su “A sangre fría”, uno que los anglosajones denominan “narrative non-fiction”. Me gusta mucho. Describiré su método. Imagina que haces un encargo a un amigo, le dices algo así como “ve y me lo cuentas”. Tú conoces los hechos por encima, pero ese amigo es un escritor dotado, y no sólo te lo cuenta, sino que te los presenta ordenados de tal forma que los tensa narrativamente. Además, expone sin tapujos sus dudas al aceptar el encargo, porque resulta que los hechos fueron actos, estos fueron atroces y el que los ha ejecutado es reputado, quizás justamente, un monstruo. Y como, además de escritor, tu amigo es un hombre honesto, se acerca al asunto sin dobleces y suspende el juicio que le merece todo lo acontecido. Sólo tiene preguntas, como tú. El monstruo, Jean-Claude Romand, dará mil respuestas, pero ninguna, sospechas, veraz. Es su naturaleza mentir; o quizás comenzó un día a mentir y ya no pudo parar hasta que sólo podía salir del enorme embuste que era su vida a través de una carnicería. Los límites del encargo empiezan a desaparecer, y el relato es tan intenso y profundo que empiezas a pensar que es una reflexión sobre nosotros, nuestro yo social, nuestra vida y obviamente sobre la muerte. Quizás sobre algo vagamente sobrenatural (de ahí el título).
La novela me produjo la misma impresión que “Elogiemos ahora a hombres famosos”, de James Agee. La comisión de una institución pública americana consiste en documentar la precaria vida de los aparceros sureños (“red-necks”) durante la Gran Depresión. Lo que dos jóvenes artistas (escritor y fotógrafo) devuelven es una obra lírica de amplio vuelo que, sin embargo, nunca abandona el anclaje en lo real. Es lo real distorsionado por la mirada del artista.
Dicho lo cual, quiero ahora distinguir a Carrère y su novela de esos dos ilustres antecedentes: podría haber sido una narración oral. El amigo viene y, de veras, va y te lo cuenta. Y lo hace de forma que días después no dejas de darle vueltas al asunto. Carrère, tu amigo, te dice: yo tampoco dejo de darle vueltas.