Al nacer, Pier Francisco Orsini, duque de Bomarzo y vástago de una de las nobles y beligerantes familias que, a partes iguales, enriquecieron y devastaron la Italia del siglo quince, recibió una dote doble y disímil: un cuerpo deforme (escoliosis y joroba) y la inmortalidad.
No era el primogénito ni el benjamín, por lo que un destino militar (reservado al hermano mayor) o uno eclesiástico (normalmente destinado al benjamín) le eran ajenos, si no fuera que ya por su disposición personal (por no hablar de su porte) tampoco estaban a su alcance. A Pier Francisco solo le interesa la belleza, acaso como contrapunto a su condición. Sin embargo, por los sucesos que se narran en la novela, será él, el esteta giboso, y no alguno de sus hermanos, el nombrado duque de Bomarzo, caballero de Carlos V.
La narración es en primera persona, y asistimos a una época y lugar en la que el asesinato, incesto, violación, secuestro, latrocinio, saqueo, corrupción y general vesania con que las grandes familias de la península resuelven sus pugnas de poder, todo ello contra el tapiz de la disputa general entre Papado e Imperio, conviven con el esplendor artístico e intelectual del Renacimiento.
La inmortalidad del duque le habría permitido juzgarse en retrospectiva, y ese parece al inicio el objeto de la novela: dirigirse al lector moderno y justificarse. Él quiere que la modernidad absuelva su comportamiento abyecto por una doble vía: primero, como parte de una amnistía general del Renacimiento, con la especie de que si queremos a Da Vinci, Vasari o Miguel Ángel, debemos pechar con el fango que la época trae consigo, inseparable; segundo y más personalmente, con la construcción del parque de Bomarzo, según él un cénit de la belleza ancestral, y según cualquier visitante, una pesadilla llena de monstruos.
El duque parece cautivo del laberinto de consideraciones que marcaron su vida, su a ratos réprobo, a ratos sublime periplo vital. Aquella época está sellada en el tiempo, y la conciencia del duque parece haber quedado sellada con ella.
Pese a su inmortalidad, el duque no deviene un dios chepudo, sino más bien un minotauro; trágicamente abandonado en su laberinto, aún está ahí, siglos después.
No voy a descubrir ahora a Mujica Láinez: con Borges y Cortázar se completa la tríada formidable que la Argentina regalara a las letras hispánicas en el siglo XX. Pero sí quiero dejar constancia de que en esta su novela más famosa, el porteño logra transportarnos a la Italia renacentista de una forma tan fiel (y taimada) que, en lo a mi respecta, ya no creeré ningún otro retrato: el Renacimiento fue así, y punto.
Es un texto largo y sesudo, y como tal no se va a poder leer tomando un refresquito: demanda mucho del lector. Pero, siendo justos, devuelve mucho más.
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